Ése sábado nos mensajeamos durante horas de aburrimiento y ocio de los dos. Nos pasamos el día inventando bobadas para decirnos hasta que, ya tarde, después de la cena, me mandó un mensaje pidiendo respuesta pero no entendí y lo llamé. Media hora antes me había invitado a salir y ese mensaje nunca me llegó. Capaz debí notar la señal, pero con él yo nunca leía entre líneas, todo era sincero y sin estrategias ni dobles sentidos, así que en la charla telefónica arreglamos nuestra salida.
Yo ya tenía mi pasaje al infinito y más allá así que era época de salidas de despedidas: ésta sería una de ellas. Sin más motivos y con una noche de sábado sin mucho que hacer, me preparé para esta NO cita. Debo reconocer que me cambié de ropa al menos dos veces porque no me convenció mi primer intento y, aunque no tenía la necesidad de producirme demasiado, no implicaba que no quisiera estar bien como siempre quiero estar; situación que en sí misma me pone algo tensa, no es que estuviera nerviosa, no. No había motivos para estarlo. Opté por uno de mis comodines -esos conjuntos que todas tenemos en el placard para esas noches en las que no tenemos idea y que sabemos que no nos defrauda. Era tan impensada la posibilidad de que algo pasara que hasta me puse un pantalón de esos tan difíciles de desabotonar que te arruinan cualquier situación romántica.
Llegué temprano, si. Nuestro lugar de encuentro era una estación de servicio ubicada estratégicamente entre los dos caminos que separaban nuestras moradas. Entré al baño, fui al store a comprar puchos y chocolates y salí. Me prendí un cigarrillo y ví llegar un cero km polarizado. Me asomé para ver como estaba el especímen que manejaba (así soy yo), pero me encontré con él en su interior. La verdad es que él se jactaba de tener un auto chico y viejo que nunca lo dejaba en ningún lado hasta que lo dejaba: arruinado pero tierno. Me acerqué y entré al polarizado. Abrazo y beso fraternal, le di uno de los chocolates, mismo saludo de siempre.
Después de intercambiar dos palabras miré a mi alrededor. Le pregunté por qué el cambio de vehículo y me dijo que su hermano le había dejado el auto el finde y que se le dió por usarlo. Pero seguí indagando con la mirada y noté que él estaba particularmente vestido. Camisa, saco, jean oscuro y si, sus zapatillas de siempre (aparentemente le había tomado más tiempo que a mi esto de arreglarse); además el auto olía a perfume de hombre (¿acaso él usaba perfume y yo nunca lo había notado?).
'Estas lindo hoy,' le dije con una sorisa. Pero su sonrisa en respuesta fue condescendiente y con un dejo de desilución. Puso música, arrancó el auto y me llevó.
El plan era helado y city tour por zonas que él creía yo no conocía y debía conocer antes de partir. Entonces, primer parada: heladería. Dimos un par de vueltas en el auto hasta que estacionamos frente al río. 'Ése río que tanto te gusta,' según suele decir él. Música, charla, helado, más charla, preguntas sobre mi futuro y mis decisiones (que en definitiva era el motivo de nuestra reunión) bueyes perdidos y nosotros en su búsqueda. Todo el mundo quería explicarse por qué me estaba yendo y él no era la excepción.
Todo congeniaba para parecer una cita, y para ser sincera cada vez que miraba más allá de nosotros y lo que éramos, me sentía en una. Por momentos me arrebataba una sensación de intimidad que me ahogaba en cosas que ni siquiera podía imaginarme. Hasta en un momento él estaba hablando vaya a saber uno de qué, y yo me imaginé besándolo, pero al instante mi mente se rió y seguí con la charla.
Después del prometido city tour por varios barrios bonaerenses, la siguiente parada fue un bar, y ahora sí, un lugar nuevo para mi. Se ve que él era habitué porque entró saludando. Nos sentamos, pedimos cervezas y maní y seguimos con más de nuestras interminables charlas. Es que cuando estaba con él podía decir la primer ganzada que se me cruzara sin miedo a que piense nada. Y cuando estoy con alguien que me deja ser, puedo ser más interesante que ante la auto-censura de posible vergüenza. Las horas se pasaron y nosotros nos reíamos de todo. Hasta en un momento se le escapó que aquellos a los que saludó al entrar, le habían dicho que su acompañante era muy linda. Jamás se había referido a mi de esa manera ni siquiera en palabras de otro. Traducción: le había gustado que lo vieran conmigo. Más cosas nuevas para mi esa noche.
Ya habíamos acordado que dormíamos en la misma casa: o me llevaba a la mia y se quedaba o íbamos a la de él. Estábamos demasiado al sur de todo, y cansados, decidimos ir a la más cercana: la suya. Llegamos y más música. Nos tiramos en el sillón a abrazarnos y aunque la música seguía sonando, en mi pecho se hizo un silencio. Yo sé que todo parece romántico, pero no lo era en absoluto. Era cálido, simple, tierno, fraternal, pacífico, seguro... Pero no romántico. No hubo de esos besos, no hubo sexo. No fue una cita, fue una noche más de esas que pasaba con él, otra de esas noches en las que reafirmaba que era él, que siempre iba a ser él y que no había nada más.
Eso fue realmente una despedida. Fue la última vez que fuimos nosotros como solíamos ser, la última vez que le dije que lo quería con el corazón y sin prejuicios, mirándolo a los ojos. Y fue la última vez que me sentí realmente deseada y querida. Es loco como a la distancia uno se da cuenta de sentimientos que no reconoce en el momento en el que nacen, y cómo el recuerdo los dignifica.
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